El sol de mediodía picaba fuerte sobre el asfalto de Playa cuando Magela y yo encontramos un pórtico discreto. Un letrero circular nos guió hacia un milagro: tras cruzar ese umbral, La Habana dejó de existir. El aire espeso de humo y bocinas se transformó en una brisa cargada de aromas a hierbabuena recién cortada y tierra mojada, una fuente que cantaba en aquel jardín. Era como si alguien hubiera escondido un pedazo de Viñales en medio de la ciudad.

Nos sentamos en la terraza, bajo la sombra generosa de la terraza y hojas tropicales cuyo nombre nunca aprenderé. El mantel sencillo, como toda la decoración que, aunque cargada, denotaba sencillez y buen gusto, llevaba en su centro un girasol solitario que parecía decir: “Aquí no se viene a comer, se viene a vivir”. A nuestro alrededor, sólo dos mesas ocupadas por extranjeros que hablaban en murmullos, como si temieran romper el hechizo. La música, apenas un susurro de guitarra, se fundía con el canto de las aves.
Las croquetas llegaron primero, doradas y orgullosas. Al partirlas con el tenedor, ese crujido satisfactorio anunciaba lo que vendría: una nube de aroma a trufa y pescado blanco que nos transportó directamente al Mediterráneo… hasta que el toque final de especias cubanas nos devolvió al Caribe. Magela cerró los ojos al primer bocado – no hacía falta preguntarle qué sentía.
Mientras disfrutábamos de ese primer acto, aparecieron las empanadas, con sus vestidos dorados de masa crujiente. La de cangrejo susurraba promesas de mariscos que el relleno, aunque escaso, cumplía con creces gracias a ese juego de especias que sólo dominan los verdaderos cocineros criollos. La ropa vieja, por su parte, era un abrazo de sabores terrosos que nos recordó a las cocinas abarrotadas de familia en diciembre.
El aroma, que creo era azafrán y mar nos anunció la llegada del plato principal antes de que la cazuela de hierro apareciera sobre la mesa. El arroz negro, brillante como la obsidiana, llevaba incrustados camarones que -aunque su textura delataba un viaje por el congelador- nadaban felices en ese mar de sabores profundos donde cada grano de arroz sabía a olas rompiendo en el malecón. Magela, experta en el arte de compartir comida, me sirvió primero mientras yo empujabaa su vaso con limonada helada – ese contrapunto perfecto de acidez y frescura.
Entre bocado y bocado, el jardín nos envolvió en su ritmo pausado. Observé cómo la luz filtraba a través de las hojas, dibujando patrones cambiantes sobre el mobiliario. Noté que los comensales extranjeros habían dejado de hablar para concentrarse en sus platos, con esa expresión beatífica de quien acaba de descubrir un secreto bien guardado. La camarera, una muchacha de sonrisa tranquila, pasaba discretamente para asegurarse de que no nos faltara nada, pero sin interrumpir nuestra burbuja de conversación y sabores.
Cuando llegó la hora del café, el sol ya empezaba a inclinarse, alargando las sombras de los árboles sobre las mesas. Mientras esperábamos los cortaditos, me di cuenta de que había dejado de oír la fuente – quizás se había apagado, o quizás mi atención se había desplazado al murmullo de las hojas moviéndose con la brisa. Magela, apoyando la barbilla en una mano, miraba hacia el jardín con una media sonrisa. “Parece que aquí el tiempo pasa más lento”, dijo, y tenía razón.
Al levantarnos para irnos, noté que el girasol de nuestra mesa se había inclinado levemente hacia donde habíamos estado sentados, como si hubiera estado escuchando nuestra conversación. Y al final, cuando pagas la cuenta y vuelves a cruzar ese pórtico mágico, llevas contigo algo más que un estómago lleno: llevas la certeza de haber encontrado uno de esos lugares raros que no solo sirven comida, sino que preservan el alma de una ciudad. En una Habana que a veces parece perder su esencia entre el turismo y las prisas, La Cocina de Liliam sigue ahí, testaruda, recordándonos cómo saben las cosas cuando se hacen con tiempo, cariño y un toque de magia.
Eso, al final del día, no tiene precio.