La vida tiene una manera peculiar de sorprendernos cuando menos lo esperamos. Ese día, mientras Magela y yo recorríamos las calles del Vedado, ese barrio habanero que para muchos es moderno, pero que para nosotros está detenido en el tiempo, ella me miró con una sonrisa pícara y dijo: «Vamos a comer algo diferente». No sabía entonces que esa frase sería el preludio de una experiencia que cambiaría mi relación con la comida para siempre. Así llegamos a Fuumiyaki, un pequeño rincón donde Cuba y Japón se dan la mano en un abrazo culinario.

Al entrar, el restaurante me recibió con una calidez que no esperaba. No era el Japón de los cerezos en flor o los templos ancestrales, pero había algo en el aire que me hizo sentir que estaba a punto de descubrir algo especial. Las paredes, adornadas con detalles que mezclaban el arte cubano con toques nipones, creaban una atmósfera íntima y acogedora. Los olores, sin embargo, eran puro Japón: un delicado aroma a mariscos frescos, algas y salsas que danzaban en el aire, invitándome a sentarme y dejar que mis sentidos se dejaran llevar. El personal nos recibió con una serenidad que contrastaba con el bullicio de las calles habaneras, y en ese momento supe que estaba en un lugar donde la comida no solo se sirve, sino que se vive.
Magela, con esa confianza de quien ya ha estado antes, me guió a través del menú. Yo, a mis 35 años, nunca había probado sushi. La idea de comer pescado crudo me generaba cierta curiosidad mezclada con escepticismo, pero decidí lanzarme al vacío. Pedí un surtido de sushi, pensando que si no me convencía, siempre tendría un arroz frito como plan B. Y entonces llegó el momento de la verdad.
El plato de sushi era una obra de arte. Cada pieza era un pequeño universo de colores y texturas: el rojo vibrante del atún, el naranja suave del salmón, el verde oscuro de las algas y el blanco níveo del arroz. Al tomar la primera pieza con los palillos (un desafío en sí mismo), la sumergí en la salsa de soja, como me había recomendado ella. Al llevarlo a mi boca, el mundo se detuvo por un instante, lo juro. La textura del pescado era suave, casi sedosa, y se deshacía en mi boca como un susurro. El arroz, ligeramente tibio y con un toque de vinagre, equilibraba perfectamente la frescura del pescado. Y luego estaba la soja, ese líquido oscuro y salado que parecía unir todos los sabores en una sinfonía perfecta. No podía creer que hubiera esperado tanto tiempo para probar algo tan maravilloso.
Cada pieza de sushi era una nueva aventura. El atún, firme y ligeramente dulce; el salmón, rico y mantecoso; me recordaban a las brisas del malecón habanero. Magela observaba con una sonrisa mientras yo descubría, bocado a bocado, un mundo de sabores que nunca antes había explorado. El arroz frito, aunque delicioso, quedó relegado a un segundo plano. No porque no estuviera bueno (lo estaba, con su mezcla de vegetales y ese toque ahumado que solo un buen wok puede dar), sino porque el sushi había conquistado mi paladar por completo.
Y luego estaba el mojito. Sí, un mojito en un restaurante japonés. ¿Por qué no? Después de todo, soy cubano, y hay ciertas tradiciones que uno no puede ignorar, incluso cuando está explorando los sabores del lejano Oriente. El mojito era refrescante, con ese equilibrio perfecto entre el dulce, el ácido y el mentolado que hace que esta bebida sea un clásico. Y yo ese día decidí mantener un pie en mi tierra mientras el otro exploraba nuevos horizontes.
Al final de la comida, me quedé mirando el plato vacío, todavía maravillado por lo que acababa de experimentar. Fuumiyaki no solo me dejó con el deseo de volver, sino también con una curiosidad insaciable por explorar otros rincones donde Japón y Cuba se encuentren en un plato. Ahora, cada vez que paso frente a un restaurante japonés, me pregunto qué historias y sabores estarán esperando a ser descubiertos. Y a ti, querido lector, te pregunto: ¿cuál es tu rincón favorito para disfrutar de la cocina japonesa en Cuba? Comparte tus recomendaciones, porque, después de todo, la comida es mejor cuando se convierte en una aventura compartida.